Julián Casanova
La sublevación militar de julio de 1936 inauguró en España un tiempo sin ley. La obediencia a la ley fue sustituida por el lenguaje de las armas, el desprecio a los derechos humanos y el culto a la violencia. Bajo esas circunstancias, sin ley que obedecer, sin miedo al castigo, aparecieron por todas partes bandas de asesinos, amparadas por los militares, por terratenientes y burgueses asustados por la revolución, que organizaban cacerías y ajustes de cuentas.
Esa oleada de terror, que dejaba a los ciudadanos allí donde caían abatidos, en las cunetas de las carreteras, en las tapias de los cementerios, en los ríos, en pozos y minas abandonados, acabó con la vida de Federico García Lorca. También con las de otros miles de personas, alcaldes, gobernadores civiles, presidentes de las Diputaciones provinciales, diputados elegidos por la coalición del Frente Popular en febrero de 1936, dirigentes sindicales y políticos, campesinos y trabajadores. Los muertos no cabían en los cementerios y por eso se cavaban grandes fosas comunes, cualquier lugar era bueno para matar y abandonar los cadáveres.
Los asesinos ocultaron los cuerpos porque eso aseguraba su impunidad, borraba las pruebas del crimen. Además, como después ganaron la guerra, nunca tuvieron que dar explicaciones sobre su paradero porque nadie les pidió cuentas. Más de setenta años después, muchos de los familiares de esas víctimas no saben dónde están sus restos, desperdigados por lugares insospechados. Es normal que los busquen, que quieran desenterrarlos, obtener la satisfacción sentimental y simbólica de volver a enterrarlos con dignidad. Mientras no se desvele la suerte de sus antepasados, esa historia traumática seguirá presente entre ellos.
¿Qué puede o debe hacer el Estado democrático, sus principales responsables e instituciones, para gestionar ese pasado de violencia y muerte? Hay opiniones para todos los gustos.
Están los que se ríen de quienes "remueven tierra buscando huesos", proponen pasar página, negar el recuerdo, cancelar el pasado. Aznar y Rajoy, voces autorizadas para millones de personas que piensan como ellos, lo repiten siempre que sale el tema: el Gobierno no puede dedicarse a tonterías como la memoria histórica o a la investigación sobre miles de desaparecidos en el pasado. Es la sombra alargada del legado ideológico de la dictadura de Franco, un legado pesado que regresa con diferentes significados, que actualizan desde la democracia sus herederos, políticos, periodistas o aficionados a la historia.
Frente a la cancelación ideológica de ese pasado, hay quienes proponen su recuperación, también ideológica, basada en la memoria testimonial, de grupo, partido o asociación, en el recuerdo del acontecimiento contado por los contemporáneos y sus descendientes. Detrás de esa explosión de recuerdos, que muchos llaman memoria histórica, hay básicamente dos supuestos que la legitiman y le dan fuerza frente a la historia más profesional y científica: por un lado, que esos recuerdos cuentan cosas que la historia oficial, académica o salida de los documentos, nunca registró; por otro, que lo que hacen los recuerdos es colmar una necesidad irresuelta de justicia y retribución después de tantos años de silencio y olvido. Y nada mejor para ello que buscar los restos, localizar fosas, desenterrar a los muertos y volver a enterrarlos.
Si se atiende a esa corriente de "recuperación de la memoria histórica", la búsqueda de los restos de Federico García Lorca no debería ser más importante o primordial que la de miles de campesinos o trabajadores que nadie recuerda o la de autoridades que sirvieron a la República y lo pagaron con sus vidas. Además, por lo que respecta a las víctimas de la Guerra Civil, una política pública de memoria y educación, decidida desde la democracia, debería tener en cuenta a todos los asesinados sin procedimientos judiciales ni garantías previas que hubo en las dos zonas, aunque sabemos, y hay que seguir recordándolo, que fueron los golpistas de julio de 1936 quienes provocaron la guerra, la ganaron e impusieron después una cruel dictadura en la que varias decenas de miles de vencidos, perdedores, acabaron también con sus cuerpos bajo tierra.
El conocimiento histórico tiene que ir más allá de la memoria testimonial. Necesitamos una investigación exhaustiva sobre las circunstancias de la muerte y el paradero de todas esas víctimas de un tiempo sin ley, una agenda de investigación sobre los hechos todavía inexplorados y las personas sin localizar. Una parte de esa labor estaría ya resuelta si el Gobierno hubiera prestado la debida atención al requerimiento del juez Baltasar Garzón y hubiera creado una Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas por la violencia política durante la Guerra Civil y la dictadura de Franco. Los intereses políticos y judiciales del presente han dominado, sin embargo, sobre la necesaria comprensión y explicación de lo que ocurrió. La pregunta es si este Estado democrático que tenemos quiere o no poner los medios necesarios para restituir a las víctimas su identidad. Y no sólo a Federico García Lorca.
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.
El País / 6 de Enero de 2010
La sublevación militar de julio de 1936 inauguró en España un tiempo sin ley. La obediencia a la ley fue sustituida por el lenguaje de las armas, el desprecio a los derechos humanos y el culto a la violencia. Bajo esas circunstancias, sin ley que obedecer, sin miedo al castigo, aparecieron por todas partes bandas de asesinos, amparadas por los militares, por terratenientes y burgueses asustados por la revolución, que organizaban cacerías y ajustes de cuentas.
Esa oleada de terror, que dejaba a los ciudadanos allí donde caían abatidos, en las cunetas de las carreteras, en las tapias de los cementerios, en los ríos, en pozos y minas abandonados, acabó con la vida de Federico García Lorca. También con las de otros miles de personas, alcaldes, gobernadores civiles, presidentes de las Diputaciones provinciales, diputados elegidos por la coalición del Frente Popular en febrero de 1936, dirigentes sindicales y políticos, campesinos y trabajadores. Los muertos no cabían en los cementerios y por eso se cavaban grandes fosas comunes, cualquier lugar era bueno para matar y abandonar los cadáveres.
Los asesinos ocultaron los cuerpos porque eso aseguraba su impunidad, borraba las pruebas del crimen. Además, como después ganaron la guerra, nunca tuvieron que dar explicaciones sobre su paradero porque nadie les pidió cuentas. Más de setenta años después, muchos de los familiares de esas víctimas no saben dónde están sus restos, desperdigados por lugares insospechados. Es normal que los busquen, que quieran desenterrarlos, obtener la satisfacción sentimental y simbólica de volver a enterrarlos con dignidad. Mientras no se desvele la suerte de sus antepasados, esa historia traumática seguirá presente entre ellos.
¿Qué puede o debe hacer el Estado democrático, sus principales responsables e instituciones, para gestionar ese pasado de violencia y muerte? Hay opiniones para todos los gustos.
Están los que se ríen de quienes "remueven tierra buscando huesos", proponen pasar página, negar el recuerdo, cancelar el pasado. Aznar y Rajoy, voces autorizadas para millones de personas que piensan como ellos, lo repiten siempre que sale el tema: el Gobierno no puede dedicarse a tonterías como la memoria histórica o a la investigación sobre miles de desaparecidos en el pasado. Es la sombra alargada del legado ideológico de la dictadura de Franco, un legado pesado que regresa con diferentes significados, que actualizan desde la democracia sus herederos, políticos, periodistas o aficionados a la historia.
Frente a la cancelación ideológica de ese pasado, hay quienes proponen su recuperación, también ideológica, basada en la memoria testimonial, de grupo, partido o asociación, en el recuerdo del acontecimiento contado por los contemporáneos y sus descendientes. Detrás de esa explosión de recuerdos, que muchos llaman memoria histórica, hay básicamente dos supuestos que la legitiman y le dan fuerza frente a la historia más profesional y científica: por un lado, que esos recuerdos cuentan cosas que la historia oficial, académica o salida de los documentos, nunca registró; por otro, que lo que hacen los recuerdos es colmar una necesidad irresuelta de justicia y retribución después de tantos años de silencio y olvido. Y nada mejor para ello que buscar los restos, localizar fosas, desenterrar a los muertos y volver a enterrarlos.
Si se atiende a esa corriente de "recuperación de la memoria histórica", la búsqueda de los restos de Federico García Lorca no debería ser más importante o primordial que la de miles de campesinos o trabajadores que nadie recuerda o la de autoridades que sirvieron a la República y lo pagaron con sus vidas. Además, por lo que respecta a las víctimas de la Guerra Civil, una política pública de memoria y educación, decidida desde la democracia, debería tener en cuenta a todos los asesinados sin procedimientos judiciales ni garantías previas que hubo en las dos zonas, aunque sabemos, y hay que seguir recordándolo, que fueron los golpistas de julio de 1936 quienes provocaron la guerra, la ganaron e impusieron después una cruel dictadura en la que varias decenas de miles de vencidos, perdedores, acabaron también con sus cuerpos bajo tierra.
El conocimiento histórico tiene que ir más allá de la memoria testimonial. Necesitamos una investigación exhaustiva sobre las circunstancias de la muerte y el paradero de todas esas víctimas de un tiempo sin ley, una agenda de investigación sobre los hechos todavía inexplorados y las personas sin localizar. Una parte de esa labor estaría ya resuelta si el Gobierno hubiera prestado la debida atención al requerimiento del juez Baltasar Garzón y hubiera creado una Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas por la violencia política durante la Guerra Civil y la dictadura de Franco. Los intereses políticos y judiciales del presente han dominado, sin embargo, sobre la necesaria comprensión y explicación de lo que ocurrió. La pregunta es si este Estado democrático que tenemos quiere o no poner los medios necesarios para restituir a las víctimas su identidad. Y no sólo a Federico García Lorca.
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.
El País / 6 de Enero de 2010
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