Luis García Montero
público.es
público.es
El 14 de abril es el día de la dignificación política en el calendario de la democracia española. Todas las fechas convertidas en emblema suponen un homenaje al pasado y una meditación sobre el futuro. Cuando la Segunda Internacional eligió el Primero de Mayo como día de los trabajadores, homenajeaba a los Mártires de Chicago, los sindicalistas norteamericanos fusilados por defender una jornada de ocho horas, pero fundaba también una fecha para la defensa de los derechos laborales.
Es justo homenajear a los hombres y mujeres que protagonizaron en 1931 el deseo de construir un Estado real, capaz de dar respuesta política a las viejas contradicciones españolas. Pero quedarse en la evocación, como si sólo se tratase de restaurar el tiempo pasado, resulta peligroso. La nostalgia es un sentimiento paralizador si no se proyecta al futuro, porque nos condena a desconocer los códigos del presente.
Para homenajear la dignidad de un pasado de resistencia sin caer en la trampa de la historiografía franquista, que identificaba la militancia republicana con la guerra civil, nada mejor que poner en primera línea una meditación sobre su significado actual. Conviene comprender las diferencias que hay entre las monarquías de ayer y de hoy. Alfonso XIII representó una apuesta suicida por evitar la irrupción de la política en la España oficial. Los pactos del rey con la Iglesia y los poderes 0reaccionarios intentaron hacer imposible la democracia. Entonces existía la política, y Alfonso XIII quiso evitar su consolidación en España. No pudo, llegó la II República, y el golpe militar nos envenenó para liquidar una oportunidad democrática recién aparecida.
En aquellos años, política y democracia eran inseparables. La monarquía actual significa otra realidad: la desaparición de la política dentro de la democracia formal. Cuando Max Aub visitó España en 1969, dejó escrito en La gallina ciega un diagnóstico triste. El exiliado vio un país falto de verdadera política. A algunos lectores, muy metidos en la lucha antifranquista, les pareció una opinión extravagante. Pero Max Aub estaba viendo en el país la irrupción del capitalismo desarrollado. Pese al importante esfuerzo de la resistencia, el tipo de democracia que llegó a España vino de la mano del Seat 600, los frigoríficos, el apartamento en la playa y las necesidades del capitalismo avanzado, que no podía soportar las costuras decimonónicas del franquismo. Ese capitalismo, como hemos podido ver de cerca en el desarrollo de la Unión Europea, supone la clausura del discurso político dentro de la democracia. ¿Alguien puede creer hoy que el poder reside únicamente en la voluntad de los ciudadanos y sus representantes?
El republicanismo actual necesita tomar conciencia de que sus preocupaciones tienen menos que ver con la España de 1931 que con la Europa de 2010. El espectáculo de una Europa sin Estado real, sin peso político y volcada según los intereses neoliberales en la liquidación de los espacios públicos, exige una reformulación del pensamiento democrático. ¿Qué podemos hacer para devolverle a la política su protagonismo? Esa es la pregunta republicana. Y en eso, el pasado y el presente pueden darnos lecciones. Por ejemplo, la II República no fue posible hasta que los partidos obreros asumieron como suya la transformación del Estado. En Europa será imposible la política hasta que el movimiento sindical se convierta en un poder europeo unido y orgulloso, en vez de limitarse a negociar con los distintos gobiernos el sacrificio necesario para que cada economía nacional sea o no sea competitiva.
Reivindicar en España el derecho a elegir a un jefe de Estado (y una ley electoral justa) es simbólicamente tan importante como la denuncia de la corrupción, los paraísos fiscales y la degradación de la Justicia. A los padres de la Transición se les puede reconocer su trabajo, pero sin nostalgia. Los españoles tienen derecho a pensar en el futuro. Hoy ya no existe un ejército golpista. Existe, por el contrario, la amenaza de una degradación alarmante de la economía, las condiciones laborales y el Estado. Existe también un deseo de hablar y discutir sobre la igualdad en aquellos ámbitos tradicionalmente negados a la política (la familia, el dinero, la Corona). Nadie debiera extrañarse de un esfuerzo tricolor por cambiar la Constitución para dignificar las reglas públicas de la convivencia.
Es justo homenajear a los hombres y mujeres que protagonizaron en 1931 el deseo de construir un Estado real, capaz de dar respuesta política a las viejas contradicciones españolas. Pero quedarse en la evocación, como si sólo se tratase de restaurar el tiempo pasado, resulta peligroso. La nostalgia es un sentimiento paralizador si no se proyecta al futuro, porque nos condena a desconocer los códigos del presente.
Para homenajear la dignidad de un pasado de resistencia sin caer en la trampa de la historiografía franquista, que identificaba la militancia republicana con la guerra civil, nada mejor que poner en primera línea una meditación sobre su significado actual. Conviene comprender las diferencias que hay entre las monarquías de ayer y de hoy. Alfonso XIII representó una apuesta suicida por evitar la irrupción de la política en la España oficial. Los pactos del rey con la Iglesia y los poderes 0reaccionarios intentaron hacer imposible la democracia. Entonces existía la política, y Alfonso XIII quiso evitar su consolidación en España. No pudo, llegó la II República, y el golpe militar nos envenenó para liquidar una oportunidad democrática recién aparecida.
En aquellos años, política y democracia eran inseparables. La monarquía actual significa otra realidad: la desaparición de la política dentro de la democracia formal. Cuando Max Aub visitó España en 1969, dejó escrito en La gallina ciega un diagnóstico triste. El exiliado vio un país falto de verdadera política. A algunos lectores, muy metidos en la lucha antifranquista, les pareció una opinión extravagante. Pero Max Aub estaba viendo en el país la irrupción del capitalismo desarrollado. Pese al importante esfuerzo de la resistencia, el tipo de democracia que llegó a España vino de la mano del Seat 600, los frigoríficos, el apartamento en la playa y las necesidades del capitalismo avanzado, que no podía soportar las costuras decimonónicas del franquismo. Ese capitalismo, como hemos podido ver de cerca en el desarrollo de la Unión Europea, supone la clausura del discurso político dentro de la democracia. ¿Alguien puede creer hoy que el poder reside únicamente en la voluntad de los ciudadanos y sus representantes?
El republicanismo actual necesita tomar conciencia de que sus preocupaciones tienen menos que ver con la España de 1931 que con la Europa de 2010. El espectáculo de una Europa sin Estado real, sin peso político y volcada según los intereses neoliberales en la liquidación de los espacios públicos, exige una reformulación del pensamiento democrático. ¿Qué podemos hacer para devolverle a la política su protagonismo? Esa es la pregunta republicana. Y en eso, el pasado y el presente pueden darnos lecciones. Por ejemplo, la II República no fue posible hasta que los partidos obreros asumieron como suya la transformación del Estado. En Europa será imposible la política hasta que el movimiento sindical se convierta en un poder europeo unido y orgulloso, en vez de limitarse a negociar con los distintos gobiernos el sacrificio necesario para que cada economía nacional sea o no sea competitiva.
Reivindicar en España el derecho a elegir a un jefe de Estado (y una ley electoral justa) es simbólicamente tan importante como la denuncia de la corrupción, los paraísos fiscales y la degradación de la Justicia. A los padres de la Transición se les puede reconocer su trabajo, pero sin nostalgia. Los españoles tienen derecho a pensar en el futuro. Hoy ya no existe un ejército golpista. Existe, por el contrario, la amenaza de una degradación alarmante de la economía, las condiciones laborales y el Estado. Existe también un deseo de hablar y discutir sobre la igualdad en aquellos ámbitos tradicionalmente negados a la política (la familia, el dinero, la Corona). Nadie debiera extrañarse de un esfuerzo tricolor por cambiar la Constitución para dignificar las reglas públicas de la convivencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario