Público
Hace unos días, el mundo global celebró un acontecimiento planetario: una nueva fiesta de la libertad. Esta vez, el pretexto para la reunión (y las imágenes que construirán la Historia) era el vigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín y el triunfo de la democracia. El segundo objetivo, adornado por una conmemoración junto a la Puerta de Brandemburgo, era insistir –agitando la espada de la libertad– en la imposibilidad del socialismo democrático del siglo XXI: el Fin de la Historia del proyecto comunista.
La acusación es tópica y recurrente: todos aquellos que, de un modo u otro, defendemos en la actualidad un discurso emancipador, sea cual sea la forma práctica que adopte, somos fósiles rencorosos, vivimos anclados en el pasado –de ahí deducen que viene nuestra insistencia con la memoria histórica–, nos mostramos reacios a la aparente modernidad del mundo desarrollado, lo que nos hace ser merecedores de ser juzgados, moralmente, por responsables directos del gulag y, por extensión, por ser cómplices de la dictadura cubana. Vamos, como si al líder del PSOE y presidente del Gobierno, José Luís Rodríguez Zapatero, se le hiciera responsable directo de los desmanes del felipismo al permanecer en su partido cuando se enteró de los crímenes del GAL y la corrupción; a Fraga Iribarne, ministro franquista de Información y Turismo (1962-1969), cómplice de la tortura y ejecución de Julián Grimau (1963) por parte de los aparatos de represión del régimen, o al reciente Premio Nobel de la Paz, Barack Obama, responsable, por heredero, de la Administración de EEUU que lanzó bombas nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki. Sospecho que, pese a mi intención pedagógica, no he elegido bien los ejemplos.
No se trata aquí, a estas alturas, de alejarse del enterrado comunismo soviético y sus errores, del socialismo real. Se trata de reconocer y recordar, ya que se olvida con demasiada frecuencia, que la tradición antifascista y republicana de la izquierda transformadora española y, en concreto, la lucha del PCE contra la dictadura militar nacional-católica, hace que ningún comunista español ni ningún miembro de Izquierda Unida sienta como propios esos cascotes. Son unos falsos escombros que nos han arrojado, desde los años cuarenta, como pedradas ideológicas.
“Comunistas a Moscú”, se decía. El PCE ya denunció en su día, junto con otros partidos comunistas europeos, la deriva del proceder soviético. El Eurocomunismo es la prueba fehaciente. Por tanto, no necesita justificación alguna: la historia ya le ha absuelto. La derecha española, fiel a su tradición, sigue siendo anticomunista. Y una parte amplia de la socialdemocracia, también. Es bueno que piensen, pese a nuestro actual porcentaje electoral, que somos una alternativa, y su empeño en sepultarnos bajo cascotes legendarios lo demuestra.
Debemos conocer la realidad que nos ocultan. Debemos luchar contra la desinformación general que propugna el modelo. El Muro de Berlín fue una de las consecuencias –una equivocación, sin duda– de la Guerra Fría. Una guerra que empezó el día que el Ejército Rojo entró en Berlín, el 30 de abril de 1945, tras derrotar a la Werhmacht en Stalingrado y terminó con la barbarie del Tercer Reich. Los aliados occidentales, anglosajones unidos, mientras tanto, recorrían la distancia que separa las atlánticas playas de Normandía de la capital alemana. Digamos también de soslayo que una parte, quizá esencial, de la Resistencia francesa eran comunistas y republicanos españoles.
Pero dejemos el pasado, por importante que sea, y alcemos nuestra voz crítica (silenciada, en muchos casos, por la contaminación acústica y la Ley Electoral) contra los muros reales: contra todas las empalizadas y alambradas que delimitan y configuran el presente. Contra la gigante pared de Cisjordania; contra la barrera armada que separa México de EEUU; contra las espinas y el hormigón que cercenan los derechos del pueblo saharaui; contra ese atroz desierto de agua, el paso del Estrecho, con sus miles de cadáveres en el fondo, y por resumir, contra la muralla invisible que separa, ante nuestros ojos cegados por el individualismo, los que tienen trabajo de los parados.
Existen muros contra los condenados de la tierra: los hambrientos del mundo. Vivimos rodeados de parapetos erigidos por el neoliberalismo. Se conmemoró, 20 años no es nada, la caída del Muro de Berlín, pero se sigue conmemorando de paso el triunfo de la democracia social de mercado o democracia de superficie. Esa que en España se plasma en una crisis financiero-inmobiliaria profunda y sin alternativa económica, con millones de personas sin trabajo y el aumento de los derechos individuales que afianzan, esa es su intención, el valor de la subjetividad –el egoísmo, en segunda instancia– frente a cualquier intento de reflexión y acción colectivas.
En Izquierda Unida esperamos ver fastos parecidos cuando esas empalizadas de la ignominia caigan. En ese campo para dar la batalla por la libertad, la igualdad y la fraternidad –reaparecen las palabras–, por un mundo donde la explotación desaparezca y sus restos arqueológicos sean los verdaderos escombros del capitalismo, estará siempre la izquierda transformadora.
Hace unos días, el mundo global celebró un acontecimiento planetario: una nueva fiesta de la libertad. Esta vez, el pretexto para la reunión (y las imágenes que construirán la Historia) era el vigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín y el triunfo de la democracia. El segundo objetivo, adornado por una conmemoración junto a la Puerta de Brandemburgo, era insistir –agitando la espada de la libertad– en la imposibilidad del socialismo democrático del siglo XXI: el Fin de la Historia del proyecto comunista.
La acusación es tópica y recurrente: todos aquellos que, de un modo u otro, defendemos en la actualidad un discurso emancipador, sea cual sea la forma práctica que adopte, somos fósiles rencorosos, vivimos anclados en el pasado –de ahí deducen que viene nuestra insistencia con la memoria histórica–, nos mostramos reacios a la aparente modernidad del mundo desarrollado, lo que nos hace ser merecedores de ser juzgados, moralmente, por responsables directos del gulag y, por extensión, por ser cómplices de la dictadura cubana. Vamos, como si al líder del PSOE y presidente del Gobierno, José Luís Rodríguez Zapatero, se le hiciera responsable directo de los desmanes del felipismo al permanecer en su partido cuando se enteró de los crímenes del GAL y la corrupción; a Fraga Iribarne, ministro franquista de Información y Turismo (1962-1969), cómplice de la tortura y ejecución de Julián Grimau (1963) por parte de los aparatos de represión del régimen, o al reciente Premio Nobel de la Paz, Barack Obama, responsable, por heredero, de la Administración de EEUU que lanzó bombas nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki. Sospecho que, pese a mi intención pedagógica, no he elegido bien los ejemplos.
No se trata aquí, a estas alturas, de alejarse del enterrado comunismo soviético y sus errores, del socialismo real. Se trata de reconocer y recordar, ya que se olvida con demasiada frecuencia, que la tradición antifascista y republicana de la izquierda transformadora española y, en concreto, la lucha del PCE contra la dictadura militar nacional-católica, hace que ningún comunista español ni ningún miembro de Izquierda Unida sienta como propios esos cascotes. Son unos falsos escombros que nos han arrojado, desde los años cuarenta, como pedradas ideológicas.
“Comunistas a Moscú”, se decía. El PCE ya denunció en su día, junto con otros partidos comunistas europeos, la deriva del proceder soviético. El Eurocomunismo es la prueba fehaciente. Por tanto, no necesita justificación alguna: la historia ya le ha absuelto. La derecha española, fiel a su tradición, sigue siendo anticomunista. Y una parte amplia de la socialdemocracia, también. Es bueno que piensen, pese a nuestro actual porcentaje electoral, que somos una alternativa, y su empeño en sepultarnos bajo cascotes legendarios lo demuestra.
Debemos conocer la realidad que nos ocultan. Debemos luchar contra la desinformación general que propugna el modelo. El Muro de Berlín fue una de las consecuencias –una equivocación, sin duda– de la Guerra Fría. Una guerra que empezó el día que el Ejército Rojo entró en Berlín, el 30 de abril de 1945, tras derrotar a la Werhmacht en Stalingrado y terminó con la barbarie del Tercer Reich. Los aliados occidentales, anglosajones unidos, mientras tanto, recorrían la distancia que separa las atlánticas playas de Normandía de la capital alemana. Digamos también de soslayo que una parte, quizá esencial, de la Resistencia francesa eran comunistas y republicanos españoles.
Pero dejemos el pasado, por importante que sea, y alcemos nuestra voz crítica (silenciada, en muchos casos, por la contaminación acústica y la Ley Electoral) contra los muros reales: contra todas las empalizadas y alambradas que delimitan y configuran el presente. Contra la gigante pared de Cisjordania; contra la barrera armada que separa México de EEUU; contra las espinas y el hormigón que cercenan los derechos del pueblo saharaui; contra ese atroz desierto de agua, el paso del Estrecho, con sus miles de cadáveres en el fondo, y por resumir, contra la muralla invisible que separa, ante nuestros ojos cegados por el individualismo, los que tienen trabajo de los parados.
Existen muros contra los condenados de la tierra: los hambrientos del mundo. Vivimos rodeados de parapetos erigidos por el neoliberalismo. Se conmemoró, 20 años no es nada, la caída del Muro de Berlín, pero se sigue conmemorando de paso el triunfo de la democracia social de mercado o democracia de superficie. Esa que en España se plasma en una crisis financiero-inmobiliaria profunda y sin alternativa económica, con millones de personas sin trabajo y el aumento de los derechos individuales que afianzan, esa es su intención, el valor de la subjetividad –el egoísmo, en segunda instancia– frente a cualquier intento de reflexión y acción colectivas.
En Izquierda Unida esperamos ver fastos parecidos cuando esas empalizadas de la ignominia caigan. En ese campo para dar la batalla por la libertad, la igualdad y la fraternidad –reaparecen las palabras–, por un mundo donde la explotación desaparezca y sus restos arqueológicos sean los verdaderos escombros del capitalismo, estará siempre la izquierda transformadora.
Que no nos busquen bajo cascotes ajenos. Que nos busquen en las vanguardias –otra antigualla, dirán– del socialismo democrático del siglo XXI: el único espacio político posible para una sociedad libre.
Quizá ese día también cante, si su agenda lo permite, el tenor Plácido Domingo. O su digno sucesor.
Cayo Lara es Coordinador General de Izquierda Unida
Cayo Lara es Coordinador General de Izquierda Unida
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