Antonio Tellado
Secretario político de la Agrupación "Andrés Rodríguez" del PCA de Málaga
Recientemente se ha publicado que el número de pobres en España ha aumentado en un millón de personas, alcanzando ya la cifra de nueve millones. Ante ese dato los políticos del sistema, entiéndase los del bipartido único, han reaccionado considerándolo meramente una estadística desprovista de cualquier otra consideración; tampoco parece haber significado mucho para los economistas y periodistas a su servicio, que, naturalmente, son los que ocupan las páginas de los periódicos y las pantallas de la televisión. Según se desprende del discurso oficial del gobierno del Reino y de leal oposición, esos nueve millones de personas son víctimas ocasionadas por el propio desenvolvimiento de la economía, o dicho con el lenguaje eufemístico utilizado en las acciones militares, daños colaterales del modelo económico imperante. El enorme poder que les proporcionan los medios de comunicación con los que cuentan y su capacidad para comprar voluntades han conseguido que amplias capas de la población no afectadas directamente por la angustia de la falta de recursos económico ni por la exclusión social, se comporte como si el problema no existiera, o, al menos, como si fuera algo tan lejano que casi no se percibe. En último extremo, para acallar sus conciencias, cuentan con la limosna, tradicional recurso muy utilizado en los años cincuenta en cuestaciones destinadas a “los negritos y los chinitos”.
Y es que, como dice el refrán, no hay mayor ciego que el que no quiere ver. Así, en un gigantesco acto de prestidigitación, el sistema capitalista imperante ha convertido nuestro mundo en un gran escaparate desde el que se induce al consumo desenfrenado –incluso más allá de las posibilidades del consumidor-, pero sobre todo al egoísmo autocomplaciente del que cree vivir en el mejor de los mundos posibles. Para conseguirlo, los que deciden los destinos del país jugando con sus vidas y haciendas como si lo hicieran en el Monopoly, cuentan con políticos complacientes y con los medios de comunicación, especialmente la televisión, que se introduce en los hogares todos los días proyectando la imagen del glamour y del triunfo de la gente guapa como el modelo a imitar; no importa que ese modelo no sea otra cosa que una legión de parásitos de todo tipo y condición, desde princesas del pueblo o de sangre azul hasta vividores y prostitutas, puntualmente se nos informa con todo lujo de detalles de los actos más íntimos de sus vidas inútiles. El objetivo perseguido con ese derroche de medios no es otro que el de conseguir la adicción de la gente común al mundo virtual que le ofrecen, un mundo tan irreal y pernicioso como los paraísos proporcionados por la droga, con el fin de que se evadan de la realidad.
Pero el mundo real es radicalmente diferente, y lo que encontramos en él también: un día nos enteramos que una anciana ha fallecido en el escalón de un cajero automático donde, entre cartones, dormía todas las noches; o nos tropezamos en la calle con personas rebuscando alimentos caducados en los contenedores de basura cercanos a los supermercados. Ellos, junto con otros millones de personas con ingresos escasos o nulos, que sobreviven gracias a la ayuda familiar y renunciando a casi todo, son para el sistema la legión invisible que sólo aparece en las estadísticas. Sin embargo en el momento decisivo de las elecciones esa legión de desposeídos parece no importar demasiado a la gran masa de la población que no quiere ver ni saber lo que ocurre, aunque afecte a su vecino de al lado; entonces, atraída por los cantos de sirena, apoya con su voto a los fieles defensores del beneficio de las grandes empresas, a los que tienen por lema: “que la banca siempre gane”. Pero aunque se quiera ocultar con mensajes de esperanza o con triunfos deportivos, la triste realidad de España es que nueve millones de sus ciudadanos están en la pobreza, mientras otra gente apalea los millones de euros o se los lleva fuera del país. Son las dos caras de la misma moneda, o dicho de otra forma, uno de los miembros de una ecuación: “No hay ricos sin pobres ni pobres sin ricos”. Porque es sencillamente una cuestión de reparto de la riqueza, es la lógica de un sistema basado en la ley del más fuerte para conseguir el triunfo personal a cualquier precio, un sistema en el que en esa lucha sin cuartel importan bien poco las personas menos dotadas o menos afortunadas y mucho menos su dignidad.
ANTONIO TELLADO
larepublica.es
Y es que, como dice el refrán, no hay mayor ciego que el que no quiere ver. Así, en un gigantesco acto de prestidigitación, el sistema capitalista imperante ha convertido nuestro mundo en un gran escaparate desde el que se induce al consumo desenfrenado –incluso más allá de las posibilidades del consumidor-, pero sobre todo al egoísmo autocomplaciente del que cree vivir en el mejor de los mundos posibles. Para conseguirlo, los que deciden los destinos del país jugando con sus vidas y haciendas como si lo hicieran en el Monopoly, cuentan con políticos complacientes y con los medios de comunicación, especialmente la televisión, que se introduce en los hogares todos los días proyectando la imagen del glamour y del triunfo de la gente guapa como el modelo a imitar; no importa que ese modelo no sea otra cosa que una legión de parásitos de todo tipo y condición, desde princesas del pueblo o de sangre azul hasta vividores y prostitutas, puntualmente se nos informa con todo lujo de detalles de los actos más íntimos de sus vidas inútiles. El objetivo perseguido con ese derroche de medios no es otro que el de conseguir la adicción de la gente común al mundo virtual que le ofrecen, un mundo tan irreal y pernicioso como los paraísos proporcionados por la droga, con el fin de que se evadan de la realidad.
Pero el mundo real es radicalmente diferente, y lo que encontramos en él también: un día nos enteramos que una anciana ha fallecido en el escalón de un cajero automático donde, entre cartones, dormía todas las noches; o nos tropezamos en la calle con personas rebuscando alimentos caducados en los contenedores de basura cercanos a los supermercados. Ellos, junto con otros millones de personas con ingresos escasos o nulos, que sobreviven gracias a la ayuda familiar y renunciando a casi todo, son para el sistema la legión invisible que sólo aparece en las estadísticas. Sin embargo en el momento decisivo de las elecciones esa legión de desposeídos parece no importar demasiado a la gran masa de la población que no quiere ver ni saber lo que ocurre, aunque afecte a su vecino de al lado; entonces, atraída por los cantos de sirena, apoya con su voto a los fieles defensores del beneficio de las grandes empresas, a los que tienen por lema: “que la banca siempre gane”. Pero aunque se quiera ocultar con mensajes de esperanza o con triunfos deportivos, la triste realidad de España es que nueve millones de sus ciudadanos están en la pobreza, mientras otra gente apalea los millones de euros o se los lleva fuera del país. Son las dos caras de la misma moneda, o dicho de otra forma, uno de los miembros de una ecuación: “No hay ricos sin pobres ni pobres sin ricos”. Porque es sencillamente una cuestión de reparto de la riqueza, es la lógica de un sistema basado en la ley del más fuerte para conseguir el triunfo personal a cualquier precio, un sistema en el que en esa lucha sin cuartel importan bien poco las personas menos dotadas o menos afortunadas y mucho menos su dignidad.
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