En los años ochenta los países latinoamericanos comenzaron a
vivir lo que después se llamó su década perdida, y que en realidad tuvo una
duración muy superior a los diez años. La crisis financiera de Estados Unidos
de finales de los setenta, y su gestión por parte de la Reserva Federal ,
provocó que la deuda externa (pública y privada) de los países del sur se
incrementara de forma espectacular. Sólo en 1979 la deuda externa de los países
en desarrollo se multiplicó por dos, del 8% al 15% y en 1987 estaba ya en el
39% de la producción.
En respuesta a ello el Fondo Monetario Internacional (FMI)
se ofreció a rescatar a los países en problemas con el fin de que pudieran
pagar la deuda externa. La solución que ofrecieron fueron los llamados planes
de ajuste, es decir, recetas de recortes y austeridad que empujaron al
empobrecimiento de todos los países «rescatados». Los Planes de Ajuste
Estructural (PAE) giraban en torno a cinco ejes claramente delimitados: el
ajuste fiscal, haciendo más regresivos los sistemas impositivos mediante
aumentos de la base imponible o reducción de tipos; la liberalización
comercial, reduciendo las barreras comerciales; las reformas del sector
financiero, liberalizando y desreglamentando; las privatizaciones, transfiriendo
empresas y servicios de naturaleza pública a manos privadas; y la desregulación
laboral, flexibilizando las normas de contratación y posibilitando nuevas
formas de relaciones entre empresarios y trabajadores.
No funcionó ninguna de esas fórmulas, demasiado familiares
hoy para nosotros, y los países «rescatados» acabaron sumidos en el caos
económico y social. En países como Venezuela la tasa de pobreza llegó a
situarse por encima del 70%. Pero la crisis de Argentina de 2001 fue quizás el
ejemplo más evidente del fracaso del FMI, tanto en términos económicos como
sociales, con un impresionante flujo de emigración que en gran parte tuvo como
destino España. El descrédito de los políticos alcanzó en todos los países un
mínimo histórico, y la gente salió a la calle a gritar el entonces famoso lema
de «que se vayan todos». Hoy vivimos en España un déjà vú de todo aquello.
Efectivamente la troika (el Banco Central Europeo, la Comisión Europea
y el Fondo Monetario Internacional) está repitiendo los mismos errores en los
países del sur de Europa que entonces cometiera en solitario el FMI. Lo que
sorprende es que nuestros gobiernos, primero el de Zapatero y ahora el de
Rajoy, estén dispuestos a transitar la misma vía que sus homólogos
latinoamericanos de entonces. Sobre todo porque es una vía muerta,
especialmente para la mayoría de la población. Los presupuestos generales que
ha presentado el Gobierno español no son sino un paso más en ese recorrido
suicida, y que sin duda tendrán su continuación en otro futuro rescate que ya
está ultimando la troika. Los estallidos sociales y el abismo económico están
ya a la vuelta de la esquina, y claudicar ante el poder económico como hace
nuestro Gobierno es la mejor forma de acelerar el proceso.
Suele decirse que tenemos que aprender de la historia para
evitar que ésta se vuelva a repetir. Dicha idea, que comparto, nos lleva a
reclamar una ruptura radical con la troika, aceptando el coste económico que
ello conlleva, y el inicio de un nuevo proceso constituyente que recupere la
democracia en nuestro país y devuelva la dignidad a la política.
Porque las alternativas son o bien una larga travesía por el
desierto, y sin garantía alguna de salir de allí algún día, o bien un
movimiento populista de derechas que logre canalizar la frustración de la
ciudadanía hacia propósitos indignos. Ninguna de esas alternativas son
deseables para quienes creemos en la democracia y en los principios de justicia
social y solidaridad. Por eso nos toca reconocer esos objetivos y acumular fuerzas
sociales (sindicatos, movimientos sociales y ciudadanos indignados, entre
otros) para alcanzarlos.
Alberto Garzón
Espinosa
Diputado de IU en el Congreso por Málaga
laopiniondemalaga.es
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