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domingo, 30 de septiembre de 2012

Alberto Garzón: “Los presupuestos generales de la troika”


En los años ochenta los países latinoamericanos comenzaron a vivir lo que después se llamó su década perdida, y que en realidad tuvo una duración muy superior a los diez años. La crisis financiera de Estados Unidos de finales de los setenta, y su gestión por parte de la Reserva Federal, provocó que la deuda externa (pública y privada) de los países del sur se incrementara de forma espectacular. Sólo en 1979 la deuda externa de los países en desarrollo se multiplicó por dos, del 8% al 15% y en 1987 estaba ya en el 39% de la producción.
En respuesta a ello el Fondo Monetario Internacional (FMI) se ofreció a rescatar a los países en problemas con el fin de que pudieran pagar la deuda externa. La solución que ofrecieron fueron los llamados planes de ajuste, es decir, recetas de recortes y austeridad que empujaron al empobrecimiento de todos los países «rescatados». Los Planes de Ajuste Estructural (PAE) giraban en torno a cinco ejes claramente delimitados: el ajuste fiscal, haciendo más regresivos los sistemas impositivos mediante aumentos de la base imponible o reducción de tipos; la liberalización comercial, reduciendo las barreras comerciales; las reformas del sector financiero, liberalizando y desreglamentando; las privatizaciones, transfiriendo empresas y servicios de naturaleza pública a manos privadas; y la desregulación laboral, flexibilizando las normas de contratación y posibilitando nuevas formas de relaciones entre empresarios y trabajadores.
No funcionó ninguna de esas fórmulas, demasiado familiares hoy para nosotros, y los países «rescatados» acabaron sumidos en el caos económico y social. En países como Venezuela la tasa de pobreza llegó a situarse por encima del 70%. Pero la crisis de Argentina de 2001 fue quizás el ejemplo más evidente del fracaso del FMI, tanto en términos económicos como sociales, con un impresionante flujo de emigración que en gran parte tuvo como destino España. El descrédito de los políticos alcanzó en todos los países un mínimo histórico, y la gente salió a la calle a gritar el entonces famoso lema de «que se vayan todos». Hoy vivimos en España un déjà vú de todo aquello.
Efectivamente la troika (el Banco Central Europeo, la Comisión Europea y el Fondo Monetario Internacional) está repitiendo los mismos errores en los países del sur de Europa que entonces cometiera en solitario el FMI. Lo que sorprende es que nuestros gobiernos, primero el de Zapatero y ahora el de Rajoy, estén dispuestos a transitar la misma vía que sus homólogos latinoamericanos de entonces. Sobre todo porque es una vía muerta, especialmente para la mayoría de la población. Los presupuestos generales que ha presentado el Gobierno español no son sino un paso más en ese recorrido suicida, y que sin duda tendrán su continuación en otro futuro rescate que ya está ultimando la troika. Los estallidos sociales y el abismo económico están ya a la vuelta de la esquina, y claudicar ante el poder económico como hace nuestro Gobierno es la mejor forma de acelerar el proceso.
Suele decirse que tenemos que aprender de la historia para evitar que ésta se vuelva a repetir. Dicha idea, que comparto, nos lleva a reclamar una ruptura radical con la troika, aceptando el coste económico que ello conlleva, y el inicio de un nuevo proceso constituyente que recupere la democracia en nuestro país y devuelva la dignidad a la política.
Porque las alternativas son o bien una larga travesía por el desierto, y sin garantía alguna de salir de allí algún día, o bien un movimiento populista de derechas que logre canalizar la frustración de la ciudadanía hacia propósitos indignos. Ninguna de esas alternativas son deseables para quienes creemos en la democracia y en los principios de justicia social y solidaridad. Por eso nos toca reconocer esos objetivos y acumular fuerzas sociales (sindicatos, movimientos sociales y ciudadanos indignados, entre otros) para alcanzarlos.
Alberto Garzón Espinosa
Diputado de IU en el Congreso por Málaga
laopiniondemalaga.es

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