Antonio Tellado
Secretario Político de la Agrupación "Andrés Rodríguez" del PCA de Málaga
Es conveniente de vez en cuando mirar hacia atrás, hacia el camino recorrido, aunque sólo sea someramente, para apreciar con nitidez dónde y por qué estamos donde estamos, en definitiva para ver las cosas con perspectiva. He aquí algunos momentos de nuestro pasado y también de nuestro presente:
Años finales del siglo XIX. Para evitar la pérdida de sus últimas colonias, España tuvo que hacer frente a una guerra dramática, una de esas colonias era Cuba, la Perla de las Antillas, cuyos habitantes se consideraban mayoritariamente españoles en aquellos momentos. Quien entendía sobre cualquier asunto relacionado con la administración de las colonias era el ministerio de Ultramar, lo que provocaba que desde algunas de ellas, especialmente desde Cuba, se considerara que el hecho de que todo tuviera que pasar por la lejana Madrid, de la que les separaba una distancia enorme para aquellos tiempos de dificultosas comunicaciones, perjudicaba gravemente sus intereses, así que reclamaban insistentemente una autonomía, habiéndose producido ya algunas insurrecciones. Al gobierno conservador en el poder le parecía inaceptable conceder la más mínima autonomía a la isla ni a ningún otro territorio, prefiriendo reprimir las protestas y apagar la posterior rebelión a sangre y fuego. Era el clásico recurso a la unidad de la patria, habitual en ellos. Para llevar a cabo la labor patriótica de terminar con los rebeldes, se envió al general Weyler, máxima expresión de la mano dura, con lo que la sangre corrió a raudales y la mano de Weyler fue tan dura, que en una cosa consiguió poner de acuerdo a la población de la isla: en dejar de considerarse españoles. Cuando cayó desgastado el gobierno conservador y entró en Madrid otro liberal, éste intentó pacificar el territorio otorgando la autonomía que inicialmente habían reclamado los cubanos, pero ya era demasiado tarde porque el movimiento emancipador era imparable. El asunto se complicó mucho más con la intervención de los Estados Unidos, que empezaba a dar sus primeros pasos como potencia depredadora del resto de la humanidad. Como un buitre había acechado el momento oportuno para intervenir, el momento en el que las tropas insurgentes y las españolas estuvieran exhaustas. Su superioridad militar era aplastante, pero la prensa española en sus artículos la negaba cada día, azuzando a la lucha. Por su parte, la Iglesia, desde los púlpitos –tantas veces utilizados para incitar a la guerra- también llamaba a la lucha patriótica, asegurando que España vencería porque contábamos con la protección de la Inmaculada Concepción. El descalabro fue de los que dejan huellas en la historia de un país. En el enfrentamiento la flota española fue destruida con el balance de miles de muertos, mientras el enemigo norteamericano salía del enfrentamiento ileso como de unas maniobras. En tierra también murieron miles de españoles, y sus madres y esposas pudieron comprender, con inmenso dolor, que la protección de la Inmaculada Concepción es un blindaje demasiado ligero para resistir al fuego enemigo. Nadie en el reino, ni el gobierno, ni la prensa ni por supuesto la Iglesia, asumió ninguna responsabilidad ante semejante desastre. Pero eso sí, en las plazas de toros, mientras muchos españoles estaban muriendo, rugía el público entusiasmado ante las faenas de Guerrita y Bombita. La conmoción que produjo la derrota de 1898 fue muy grande, sobre todo porque ponía a España ante el espejo: no era el gigante que presentaba la palabrería de sus gobernantes, era sencillamente un enano; un enano que para su desgracia estaba rodeado de gigantes.
Primeras décadas del siglo XX. Los gobiernos españoles escondían los complejos que aquejaban a la nación aparentando ser ante el resto del mundo un país diferente del que realmente era. El reino español quiso beneficiarse del reparto colonial que las potencias europeas estaban haciendo de África. Quería ser una potencia más. Lógicamente le correspondió la peor parte, una diminuta porción de tierra del norte de Marruecos, improductiva y pedregosa de la que sólo sacaron beneficios los capitalistas que explotaron las minas del Rif. La ocupación del territorio se convirtió desde el principio en una guerra contra la población rifeña que con toda la legitimidad se oponía a ello. Se enviaron contingentes de tropas compuestas por los que no podían pagar la cuota para redimirse de tan peligroso servicio a la “patria”, porque morir por España era cosa de pobres, los ricos sólo tenían que pagar su cuota en dinero para no ir a una guerra que se convirtió en un desastre con decenas de miles de muertos. Cada nuevo embarque de tropas con destino a Marruecos, terminaba convirtiéndose en una enorme manifestación de protesta de la población, porque todo el mundo sabía qué patria se estaba defendiendo en África. El rey Alfonso XIII jaleaba a sus generales instándoles a avanzar, pero era evidente que la conquista de tan menguado territorio era un esfuerzo excesivo para el reino de España, que sólo pudo culminar la ocupación con la ayuda francesa. Las innumerables bajas habían vuelto a sembrar de luto y de indignación a los hogares españoles –los más pobres, naturalmente-. Sin embargo en los ruedos la gente vibraba con el toreo de El Gallo, Joselito y Belmonte. Eran los años dorados del toreo.
Años cuarenta. La rebelión de 1936 de los militares africanistas había terminado aplastando a la II República y con ella el intento de los españoles de gobernarse en democracia. Fue el hecho más dramático y sangriento de toda la historia de España. Pero el fin de la guerra no supuso el cese de las muertes, sino que el gobierno de una España que se decía UNA, GRANDE Y LIBRE; declaraba expresamente su intención de exterminar a los republicanos y seguía matando y sembrando la geografía nacional de fosas comunes en cementerios y cunetas. Pese a sus enfáticas declaraciones, nunca España había estado tan dividida, había sido tan poco como país y menos libre. El reino del terror había caído sobre la población española, eran tiempos terribles, pero también los años en los que Manolete desplegaba su toreo quieto y vertical que entusiasmaba a los públicos, mientras un nuevo espectáculo de masas, el fútbol, se convertía en el preferido de la población.
Años cincuenta. Continuaba la represión, aunque la derrota de los valedores del régimen de Franco, Alemania e Italia, supuso que el régimen se viera forzado a mostrarse al mundo con una apariencia más moderada, teniendo que renunciar a su política de exterminio, aunque, eso sí, las cárceles seguían abarrotadas de presos políticos y en toda España había hambre. Mientras tanto, en los ruedos triunfaban Luis Miguel Dominguín, Antonio Ordóñez, Julio Aparicio, Litri y Chamaco, OOOOLÉ, y en los campos de fútbol encandilaban Kubala y Di Stefano. El Real Madrid ganaba cinco Copas de Europa seguidas. GOOOOOL.
Año dos mil diez. Con la célebre Transición de los años setenta se habían recuperado las libertades, aunque no de forma plena porque aunque interesadamente digan que fue ejemplar, en realidad fue una partida de tahúres en la que no faltaron ni las amenazas ni los engaños. Desde entonces, durante décadas la economía creció gracias a que vendieron España en parcelas, destruyendo los espacios naturales y las costas. Se privatizó casi todo lo privatizable y la corrupción y el saqueo de la hacienda pública se generalizaron. Gracias a ello los más poderosos de la sociedad tuvieron enormes beneficios, llenando sus bolsillos de dinero. Es lo que un político socialista bautizó como el pelotazo. Se proclamó entre fanfarrias que España era la octava potencia económica del mundo y el presidente dijo la fantasmada de que ya habíamos adelantado a Italia y que pronto íbamos a adelantar también a ¡Francia! Pero en lugar de ello la burbuja reventó y todo se vino abajo. Sin embargo, pronto lo solucionaron. Como los ricos y poderosos casi nunca han tenido problemas en España, se les dio dinero público, se les rebajaron los impuestos y se cambiaron las leyes para beneficiarlos en las relaciones laborales y todo arreglado. Pero…¿Quiénes van a pagar todo eso? El gobierno y sus gemelos conservadores de la oPPosición lo han dicho claramente: los que menos tienen. En esas estamos con un paro que se acerca a los cinco millones y algún millón de pobres de los que no tienen ni para comer. Entonces, para librarnos de tantas preocupaciones, la selección de fútbol de España se proclama campeona del mundo y las calles se llenan de público y de entusiasmo. ¡Somos los más grandes, somos los mejores! El presidente del gobierno saca de nuevo pecho ante su colega francés y presume de campeones. A POR ELLOS OÉ, A POR ELLOS OÉ, OEEEÉ, OEEEÉ, OEEEÉ. ¡Qué maravilla! Al día siguiente, en plena resaca, ondeando aún las banderas y con los restos de la fiesta por todas partes, el parado sale de su casa –si es que la tiene- sin saber adonde ir y el pobre de solemnidad pensando cómo comer ese día.
¿Seguirá siendo nuestro país esa España eterna que tanto gusta a especuladores y corruptos, o alguna vez despertaremos los españoles de esta pesadilla? Porque España no es el país alegre que los turistas japoneses creen, sino que es un país triste, muy triste, uno de los países más tristes del mundo.
ANTONIO TELLADO
Años finales del siglo XIX. Para evitar la pérdida de sus últimas colonias, España tuvo que hacer frente a una guerra dramática, una de esas colonias era Cuba, la Perla de las Antillas, cuyos habitantes se consideraban mayoritariamente españoles en aquellos momentos. Quien entendía sobre cualquier asunto relacionado con la administración de las colonias era el ministerio de Ultramar, lo que provocaba que desde algunas de ellas, especialmente desde Cuba, se considerara que el hecho de que todo tuviera que pasar por la lejana Madrid, de la que les separaba una distancia enorme para aquellos tiempos de dificultosas comunicaciones, perjudicaba gravemente sus intereses, así que reclamaban insistentemente una autonomía, habiéndose producido ya algunas insurrecciones. Al gobierno conservador en el poder le parecía inaceptable conceder la más mínima autonomía a la isla ni a ningún otro territorio, prefiriendo reprimir las protestas y apagar la posterior rebelión a sangre y fuego. Era el clásico recurso a la unidad de la patria, habitual en ellos. Para llevar a cabo la labor patriótica de terminar con los rebeldes, se envió al general Weyler, máxima expresión de la mano dura, con lo que la sangre corrió a raudales y la mano de Weyler fue tan dura, que en una cosa consiguió poner de acuerdo a la población de la isla: en dejar de considerarse españoles. Cuando cayó desgastado el gobierno conservador y entró en Madrid otro liberal, éste intentó pacificar el territorio otorgando la autonomía que inicialmente habían reclamado los cubanos, pero ya era demasiado tarde porque el movimiento emancipador era imparable. El asunto se complicó mucho más con la intervención de los Estados Unidos, que empezaba a dar sus primeros pasos como potencia depredadora del resto de la humanidad. Como un buitre había acechado el momento oportuno para intervenir, el momento en el que las tropas insurgentes y las españolas estuvieran exhaustas. Su superioridad militar era aplastante, pero la prensa española en sus artículos la negaba cada día, azuzando a la lucha. Por su parte, la Iglesia, desde los púlpitos –tantas veces utilizados para incitar a la guerra- también llamaba a la lucha patriótica, asegurando que España vencería porque contábamos con la protección de la Inmaculada Concepción. El descalabro fue de los que dejan huellas en la historia de un país. En el enfrentamiento la flota española fue destruida con el balance de miles de muertos, mientras el enemigo norteamericano salía del enfrentamiento ileso como de unas maniobras. En tierra también murieron miles de españoles, y sus madres y esposas pudieron comprender, con inmenso dolor, que la protección de la Inmaculada Concepción es un blindaje demasiado ligero para resistir al fuego enemigo. Nadie en el reino, ni el gobierno, ni la prensa ni por supuesto la Iglesia, asumió ninguna responsabilidad ante semejante desastre. Pero eso sí, en las plazas de toros, mientras muchos españoles estaban muriendo, rugía el público entusiasmado ante las faenas de Guerrita y Bombita. La conmoción que produjo la derrota de 1898 fue muy grande, sobre todo porque ponía a España ante el espejo: no era el gigante que presentaba la palabrería de sus gobernantes, era sencillamente un enano; un enano que para su desgracia estaba rodeado de gigantes.
Primeras décadas del siglo XX. Los gobiernos españoles escondían los complejos que aquejaban a la nación aparentando ser ante el resto del mundo un país diferente del que realmente era. El reino español quiso beneficiarse del reparto colonial que las potencias europeas estaban haciendo de África. Quería ser una potencia más. Lógicamente le correspondió la peor parte, una diminuta porción de tierra del norte de Marruecos, improductiva y pedregosa de la que sólo sacaron beneficios los capitalistas que explotaron las minas del Rif. La ocupación del territorio se convirtió desde el principio en una guerra contra la población rifeña que con toda la legitimidad se oponía a ello. Se enviaron contingentes de tropas compuestas por los que no podían pagar la cuota para redimirse de tan peligroso servicio a la “patria”, porque morir por España era cosa de pobres, los ricos sólo tenían que pagar su cuota en dinero para no ir a una guerra que se convirtió en un desastre con decenas de miles de muertos. Cada nuevo embarque de tropas con destino a Marruecos, terminaba convirtiéndose en una enorme manifestación de protesta de la población, porque todo el mundo sabía qué patria se estaba defendiendo en África. El rey Alfonso XIII jaleaba a sus generales instándoles a avanzar, pero era evidente que la conquista de tan menguado territorio era un esfuerzo excesivo para el reino de España, que sólo pudo culminar la ocupación con la ayuda francesa. Las innumerables bajas habían vuelto a sembrar de luto y de indignación a los hogares españoles –los más pobres, naturalmente-. Sin embargo en los ruedos la gente vibraba con el toreo de El Gallo, Joselito y Belmonte. Eran los años dorados del toreo.
Años cuarenta. La rebelión de 1936 de los militares africanistas había terminado aplastando a la II República y con ella el intento de los españoles de gobernarse en democracia. Fue el hecho más dramático y sangriento de toda la historia de España. Pero el fin de la guerra no supuso el cese de las muertes, sino que el gobierno de una España que se decía UNA, GRANDE Y LIBRE; declaraba expresamente su intención de exterminar a los republicanos y seguía matando y sembrando la geografía nacional de fosas comunes en cementerios y cunetas. Pese a sus enfáticas declaraciones, nunca España había estado tan dividida, había sido tan poco como país y menos libre. El reino del terror había caído sobre la población española, eran tiempos terribles, pero también los años en los que Manolete desplegaba su toreo quieto y vertical que entusiasmaba a los públicos, mientras un nuevo espectáculo de masas, el fútbol, se convertía en el preferido de la población.
Años cincuenta. Continuaba la represión, aunque la derrota de los valedores del régimen de Franco, Alemania e Italia, supuso que el régimen se viera forzado a mostrarse al mundo con una apariencia más moderada, teniendo que renunciar a su política de exterminio, aunque, eso sí, las cárceles seguían abarrotadas de presos políticos y en toda España había hambre. Mientras tanto, en los ruedos triunfaban Luis Miguel Dominguín, Antonio Ordóñez, Julio Aparicio, Litri y Chamaco, OOOOLÉ, y en los campos de fútbol encandilaban Kubala y Di Stefano. El Real Madrid ganaba cinco Copas de Europa seguidas. GOOOOOL.
Año dos mil diez. Con la célebre Transición de los años setenta se habían recuperado las libertades, aunque no de forma plena porque aunque interesadamente digan que fue ejemplar, en realidad fue una partida de tahúres en la que no faltaron ni las amenazas ni los engaños. Desde entonces, durante décadas la economía creció gracias a que vendieron España en parcelas, destruyendo los espacios naturales y las costas. Se privatizó casi todo lo privatizable y la corrupción y el saqueo de la hacienda pública se generalizaron. Gracias a ello los más poderosos de la sociedad tuvieron enormes beneficios, llenando sus bolsillos de dinero. Es lo que un político socialista bautizó como el pelotazo. Se proclamó entre fanfarrias que España era la octava potencia económica del mundo y el presidente dijo la fantasmada de que ya habíamos adelantado a Italia y que pronto íbamos a adelantar también a ¡Francia! Pero en lugar de ello la burbuja reventó y todo se vino abajo. Sin embargo, pronto lo solucionaron. Como los ricos y poderosos casi nunca han tenido problemas en España, se les dio dinero público, se les rebajaron los impuestos y se cambiaron las leyes para beneficiarlos en las relaciones laborales y todo arreglado. Pero…¿Quiénes van a pagar todo eso? El gobierno y sus gemelos conservadores de la oPPosición lo han dicho claramente: los que menos tienen. En esas estamos con un paro que se acerca a los cinco millones y algún millón de pobres de los que no tienen ni para comer. Entonces, para librarnos de tantas preocupaciones, la selección de fútbol de España se proclama campeona del mundo y las calles se llenan de público y de entusiasmo. ¡Somos los más grandes, somos los mejores! El presidente del gobierno saca de nuevo pecho ante su colega francés y presume de campeones. A POR ELLOS OÉ, A POR ELLOS OÉ, OEEEÉ, OEEEÉ, OEEEÉ. ¡Qué maravilla! Al día siguiente, en plena resaca, ondeando aún las banderas y con los restos de la fiesta por todas partes, el parado sale de su casa –si es que la tiene- sin saber adonde ir y el pobre de solemnidad pensando cómo comer ese día.
¿Seguirá siendo nuestro país esa España eterna que tanto gusta a especuladores y corruptos, o alguna vez despertaremos los españoles de esta pesadilla? Porque España no es el país alegre que los turistas japoneses creen, sino que es un país triste, muy triste, uno de los países más tristes del mundo.
ANTONIO TELLADO
Publicado en laRepublica.es
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