La crisis del sistema político español ha animado la
reflexión sobre los mecanismos de elección dentro de los partidos políticos. El
debate se ha centrado particularmente sobre las primarias abiertas, como
aparentemente el método más abierto y democrático de los posibles. A mi juicio,
sin embargo, el mecanismo de las primarias abiertas no es ni mucho menos la
solución y plantea problemas insoslayables para las organizaciones de
izquierda. Por el contrario, el problema democrático del sistema político se encuentra
en la falta de mecanismos propiamente internos, esto es, en la dificultad que
tienen los militantes de un partido para que sus dirigentes/representantes
ejecuten durante todo el mandato su voluntad.
La cuestión del
mandato imperativo
En España está prohibido por la Constitución el
mandato imperativo, es decir, el mecanismo que obligaría a los representantes a
ser un fiel espejo de los representados y de su voluntad. Bajo el mandato
imperativo el representante no podría actuar por su cuenta sino que se debería
en todo momento a un rígido vínculo establecido con los electores, esto es, sus
representados. No existiría la posibilidad de incumplir un programa electoral,
por ejemplo.
La fórmula del mandato imperativo es la históricamente
preferida por la tradición socialista, y de hecho Marx la alabó en sus escritos
sobre la Comuna
de Paris en 1871. Sin embargo, para la tradición liberal la mejor opción es el
mandato libre o representativo porque presenta ventajas en varios aspectos. Los
más importantes: a) que el sistema deja de ser el resultado de una lucha
faccionalista entre intereses particulares y b) que los elegidos se desconectan
de sus bases y así las importantes decisiones finales quedan al abrigo de los
impulsos de la masa o plebe (de la que el liberalismo siempre ha desconfiado).
Dicho de otra forma, bajo el mandato libre o representativo los representantes
elegidos por la circunscripción de Málaga, como un servidor, no
representaríamos formalmente a Málaga (interés particular) sino al conjunto del
cuerpo político (interés general). La tradición liberal siempre ha optado por
diseños institucionales que perfeccionaran la elección de las élites,
entendidas estas como las mejor capacitadas para tomar decisiones, y alejarlas
de la muchedumbre.
No obstante, en nuestro país cada poco tiempo tenemos
noticias de nuevos representantes expulsados o sancionados por saltarse la
disciplina de voto. No parece que case muy bien con la teoría liberal de
elección de las élites. Y es que esa disciplina de voto no es otra cosa que una
especie de mandato imperativo pero aplicado en otra dirección. ¿Qué es lo que
ha pasado aquí? Pues que en realidad y bajo nuestro sistema actual la soberanía
efectiva se ha desplazado desde los ciudadanos hasta los partidos políticos, que
son los que tienen la capacidad de fiscalizar a los representantes. Así, hemos
pasado del mandato imperativo pueblo-representante al mandato imperativo
partido-representante, por mediación del formalmente establecido mandato libre
o representativo.
Y claro, dado que nuestra Constitución del 78 proporciona un
poder enorme a los partidos políticos, y dado que no se les exige a éstos
ningún nivel de democracia interna en sus métodos de organización, al final
podemos terminar dando la razón a Robert Michels y su ley de hierro de la
oligarquía. Para Michels toda organización social tiende hacia la
burocratización y hacia la creación de un liderazgo fuerte y de oligarquías
internas que se reproducen mediante las redes clientelares. Así, la soberanía
efectiva se desplaza de nuevo hacia unos pocos ciudadanos que son los que están
en la cúspide organizativa de los partidos.
Esto es lo que hace que, en realidad, no sea el poder
legislativo quien elige al poder ejecutivo sino que tanto uno como otro acaban
siendo conformados por los propios partidos políticos, que es en quienes reside
la tarea de elaborar las listas electorales y de negociar pactos de gobierno.
Las primarias
abiertas
La ley de hierro de la oligarquía puede neutralizarse si en
el seno de los partidos se aprueban mecanismos de democracia interna que
impidan la creación de esas oligarquías. Aquí no hablamos de otra cosa que de
cómo hacemos para que la voluntad de los representados pueda ser ejecutada
fielmente por los representantes. Y como un mecanismo posible se ha propuesto,
desde diferentes ángulos, las primarias abiertas.
No niego los elementos positivos de las primarias abiertas,
como la movilización social que promueve y la capacidad de recaudación que
puede suponer, pero me parece más importante poner de relieve sus problemas. No
obstante, tampoco ignoro los muchos diseños diferentes en los que puede
cristalizar un proceso así.
En su tipo ideal, las primarias abiertas son en última
instancia un producto de la democracia liberal de mercado, esto es, de la
concepción democrática según la cual los partidos tienen que ser la oferta que
escucha a la demanda. Es decir, el partido se presenta como abierto para
escuchar al conjunto de la ciudadanía y para adaptarse –incluso internamente- a
sus demandas. De ser así, se dice, los partidos acabarían convirtiéndose en el
mejor reflejo del cuerpo ciudadano y de esa forma se maximizarían sus opciones
electorales.
Este procedimiento de primarias abiertas tiene problemas
operativos, que pueden ser resueltos, y problemas ideológicos, que no tienen
solución.
Los problemas operativos son los derivados de la información
asimétrica que reciben los votantes respecto a los candidatos, puesto que unos
serán previamente mucho más conocidos que otros. Y nadie asegura que no sean
más conocidos porque hayan sido patrocinados por grandes empresas privadas de
comunicación o porque hayan obtenido financiación especial por parte de los
grupos de interés o lobbies. A pesar de todo, estos problemas operativos pueden
afrontarse mal que bien a través de mecanismos de contrapeso.
Pero el importante es el problema ideológico. Un partido
concebido como simple oferta que se adapta a la demanda no es, ni mucho menos,
un partido ideológico. Se tratará de un partido vacuo, líquido, vaporoso, capaz
de cambiar de criterio a la misma velocidad que cambia el sentido común de la
sociedad. Y el sentido común, para decirlo con Gramsci, no es otra cosa que la
ideología de la clase dominante.
Las primarias abiertas, de hecho, pueden posibilitar la
elección de candidatos con principios y valores mayoritarios socialmente por
encima de candidatos con principios y valores minoritarios. En un ejemplo
extremo, un proceso de primarias abiertas podría imponer un candidato favorable
a la pena de muerte en un partido que en sus principios es contrario a ella. De
ahí que a mi juicio no tenga sentido que un partido ideológico se abra a un
proceso de primarias en el que el conjunto de la sociedad va a imponer su
sentido común en la elección del candidato. Los partidos han de deberse a un
marco ideológico, dentro del cual cabe la disensión, y que pretendidamente
obedece a la razón y a objetivos de emancipación social.
En realidad, un partido concebido ideológicamente no sólo se
limita a escuchar las demandas de la ciudadanía sino que también trata de
cambiarlas. Es decir, se trata de un partido que combate el sentido común y no
se adapta a él. Un partido ideológico no permite que su organización interna y
su programa sea determinado a golpe de encuesta, sino que lucha por crear
hegemonía en el sentido gramsciano.
La democracia interna
Así pues, un partido debería responder únicamente a aquellos
que, compartiendo un espacio ideológico común, marcan las tácticas y las
estrategias desde dentro. Y ya dentro de la organización la tarea es evitar que
opere la ley de hierro de la oligarquía. Y sin duda para eso necesitamos echar
mano de todos los mecanismos democráticos a nuestro alcance.
Uno de ellos es el proceso de primarias, a secas, pero que
se refiere únicamente a la elección de candidatos. Hay que entender aquí que el
objetivo sin duda es el acierto político. Naturalmente los representados buscan
al representante que mejor se adapte a los propósitos establecidos, pero no hay
forma de garantizar que eso suceda. Sin duda es más fácil acertar cuando mucha
más gente participa de la deliberación, pero aún así no se garantiza el acierto
político. De hecho, incluso un dedazo puede acabar siendo un acierto político a
pesar del método. De ahí que tengamos que impugnar la obsesión por el método de
elección como panacea del problema de acierto político.
Para acercarse al acierto político o para confirmarlo
existen otros mecanismos, más interesantes y complementarios, que son los
referidos a la fiscalización y control permanente del representante. Aquí es
donde entran los revocatorios, herencia del republicanismo socialista y
defendido desde Robespierre hasta el propio Marx. Se trata de mecanismos que
operan en el seno de una democracia representativa y tienen como objetivo
ajustar la voluntad de los representantes a la de los representados. Así,
cualquier sujeto político soberano –como una asamblea de militantes- puede
evitar que sus cargos públicos –como los concejales o diputados- se desconecten
de sus bases y acaben sirviendo a los intereses del poder privado o de grupos de
corruptores.
Una democracia representativa que operase así, de acuerdo a
la descripción anterior, permite el mandato imperativo de partidos sobre
representantes, pero representando aquellos la voluntad democrática de sus
militantes. El soberano efectivo se desplaza desde la oligarquía interna hacia
los militantes de las organizaciones políticas, ahora democráticas.
Con una ley electoral justa, de carácter puramente
proporcional, y con mayor espacio para los mecanismos participativos de
carácter general, como los referéndums e iniciativas legislativas populares,
las reglas del juego democrático permiten adaptarse a principios mucho más
válidos para una democracia. Y ello sin renunciar al carácter ideológico de las
organizaciones de izquierdas, que es lo que me temo puede empezar a ocurrir con
los procesos de primarias abiertas.
Alberto Garzón Espinosa
Diputado de IU por Málaga y miembro del Comité Federal del
PCE
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