72 Aniversario de la rebelión militar fascista contra la libertad de España
Se han cumplido 72 años de aquel infortunado día, el 18 de julio, en que la conspiración de los sectores monárquicos y fascistas del Ejército, de los grandes propietarios, patronos y banqueros, junto a la jerarquía de la Iglesia se materializó en un cruento golpe de estado que no pudo imponerse en toda España por la valiente actitud del pueblo trabajador y sus organizaciones obreras que les hicieron frente y consiguieron derrotarles en muchas ciudades como Madrid, Barcelona, Valencia,..., y nuestra Málaga.
Se han cumplido 72 años de aquel infortunado día, el 18 de julio, en que la conspiración de los sectores monárquicos y fascistas del Ejército, de los grandes propietarios, patronos y banqueros, junto a la jerarquía de la Iglesia se materializó en un cruento golpe de estado que no pudo imponerse en toda España por la valiente actitud del pueblo trabajador y sus organizaciones obreras que les hicieron frente y consiguieron derrotarles en muchas ciudades como Madrid, Barcelona, Valencia,..., y nuestra Málaga.
Era la rebelión contra las aspiraciones de una inmensa masa de desheredados, de obreros de toda condición, que padecían la diaria violencia de padecer el hambre, la insalubridad de sus viviendas, la carencia de medicina y educación. Era la vieja España, madrastra que no madre, que en manos de los de siempre humillaba y oprimía al pueblo, que trataba como mera bestia a los obreros, más buey de carga que humano, sin misericordia, sin compasión. Y que en cada intento de liberación, de dignificar su vida con un salario digno, con tierras para los campesinos, con escuelas y atención médica, y por supuesto la ansiada e histórica libertad, que la República intento dar, se respondía con la violenta represión.
El 18 de julio de 1936 lo que se intentaba, y se consiguió posteriormente tras una cruenta guerra, era poner fin a todas las aspiraciones de una vida digna del pueblo español y dar un escarmiento a las organizaciones obreras que constituían la base para conseguirlas, entre ellas nuestro PCE y los jóvenes comunistas de las JSU.
Hoy cuando se intenta banalizar la crueldad de los criminales, comparando el frío y mecánico proceder asesino de los militares franquistas con la máxima bendición de la Iglesia, con la igualmente criminal violencia de los incontrolados, que las autoridades republicanas, totalmente desbordadas, intentaron controlar sin mucho éxito en los primeros meses de guerra, es una autentica canallada y muestran la vileza de la derecha política y social de nuestro país. Una derecha que ahora se viste de “liberal” y “democrática” ante una clase obrera derrotada y sin apenas mecanismos de respuestas ante la crisis que se avecina, pero que no olvida y continúa haciendo apología de la dictadura, considerándola una respuesta “necesaria” ante las “turbas rojas”. De ahí las innumerables publicaciones hagiográficas de la reacción, de sus héroes mártires, también en Málaga, que desde una falsa independencia intentan recuperar la historiografía franquista, la visión fascista de la guerra y sus consecuencias.
No les bastaron cerca de 40 años recordando y celebrando su victoria sobre los rojos, a sus caídos, gran parte de ellos beatificados; celebrando la fundación de Falange y la muerte de José Antonio, la visita de este en 1935 a la ciudad, la ceremonia anual que con motivo de la caída de Málaga se celebraba en El Escorial – por cierto de eso sabe mucho nuestro alcalde Fº de la Torre que era presidente de la Diputación y procurador en las Cortes franquistas de los setenta – era un sinfín de homenajes y celebraciones donde los poderosos de siempre y la Iglesia constituían una empresa para mantener y ampliar privilegios que aún hoy ostentan.
En una fecha tan señalada y que tuvo por consecuencia la prisión, la tortura, el hambre y la enfermedad y miles de asesinatos de socialistas, republicanos, libertarios y comunistas, tenemos que recordar la inmensa labor que están realizando los familiares de las víctimas y la Asociación Contra el Silencio y el Olvido de Recuperación de la Memoria Histórica de Málaga, que preside el compañero Francisco Espinosa, por la dignificación y el reconocimiento de los más de 4000 victimas enterradas en el cementerio de S. Rafael. Desde el PCE queremos manifestar nuestro apoyo más sincero a estos amigos de la asociación.
A continuación expondremos un texto del camarada Adolfo Sánchez Vázquez, filosofo exiliado en Méjico, que vivió aquel 18 de julio como militante de las JSU malagueñas:
“El estallido de la sublevación militar el 18 de julio de 1936, precedido días antes por el levantamiento de la guarnición de Marruecos, no fue ninguna sorpresa. Todo el mundo lo esperaba, excepto el Jefe del Gobierno republicano. En Málaga, como en otras ciudades, los militantes de diversas fuerzas políticas y sindicales, entre ellas las Juventudes Socialistas Unificadas, a las que yo pertenecía, llevaban concentrados varios días en sus respectivos locales, dispuestos a entrar en acción. Y si estaban en la calle o en casa, debían acudir inmediatamente a ellos con la misma disposición. Ahora bien, no obstante los ominosos avisos de que la sublevación era inevitable, nuestro ánimo estaba firme e incluso confiado. Creíamos que se trataría de un pronunciamiento militar clásico: uno más de los muchos de nuestra historia contemporánea.
La noche del 16 la pasé en vela en el local de nuestra organización juvenil. De los concentrados de aquella noche recuerdo los nombres de Eduardo Muñoz Zafra, Luis Abollado y Manuel Medina Chaparro. Al día siguiente –el 17- llegó la noticia de que la guarnición de Marruecos se había sublevado y pronto se extendió el rumor de que unidades del Tercio y regulares iban a desembarcar de un momento a otro. Pero nada de esto quebrantaría nuestro ánimo, pues estábamos entonces seguros de que nuestra ciudad –“Málaga la Roja” como entonces la llamábamos- respondería con su probado espíritu combativo al ataque marroquí. Ahora bien, la amenaza fundamental estaba en la Península y, para nosotros, en Málaga, donde todavía la guarnición militar no mostraba sus cartas. Pero, como las de otras ciudades, no tardaría en mostrarlas un día después, el 18 de julio. En efecto, una compañía salió del Cuartel de Capuchinos para proclamar el estado de guerra. Del Cuartel se dirigió, recorriendo varias calles, a la Alameda Central.
Esa tarde, era sábado, yo me encontraba en mi casa de la Alameda de Colón descansando de la tensión de las dos noches en vela, pero no estaba inactivo. Recuerdo que me hallaba embebido en la lectura de Tirano Banderas de Valle-Inclán. De pronto sonaron unos secos disparos que pusieron fin a mi lectura. Como un resorte me levanté, y sin poder calmar las voces angustiadas de mi hermana –mi padre no estaba allí en aquellos momentos- me lancé a la calle para localizar de dónde procedían los disparos, temiendo que fuera la señal del comienzo de lo que esperábamos. A los ocho o diez minutos de caminar a grandes zancadas mis temores se confirmaron. Al llegar a la Alameda Central, pude comprobar que los disparos provenían de una compañía que marchaba con el Capitán Huelin, bien conocido en la ciudad por sus simpatías falangistas, al frente. Los soldados disparaban al aire para impresionar a los sorprendidos transeúntes. Al pasar frente a ellos, dejaban una estela de confusión, pues voces interesadas hacían correr el rumor de que los militares eran leales a la República y que se dirigían al puerto para embarcar a Marruecos y sofocar la sublevación. Algunos inocentes que lo creyeron prorrumpieron en vítores a la República y otros, más inocentes aún, los saludaron con el puño en alto. Pero, pronto se aclaró todo, al virar la compañía no hacia la entrada del puerto, sino hacia el edificio de la Aduana, donde residía el Gobierno Civil.
Seguí a los soldados a prudente distancia con un grupo de jóvenes y obreros que se había incorporado a los espectadores y que pronto empezó a increpar a los sublevados, pues ahora sí estaban claras sus intenciones. En efecto se detuvieron cerca de la Aduana, que estaba protegida por Guardias de Asalto fieles al Gobierno civil. Estos descargaron sus fusiles y ametralladoras contra los sublevados y así se inició un duelo de disparos que habría de prolongarse varias horas. Previamente, como supe más tarde, los rebeldes habían intentado, sin conseguirlo, que el núcleo del cuerpo de carabineros del Cuartel de la Parra, a la entrada del muelle, y del que –como oficial- formaba parte mi padre, se sumara a la sublevación.
Hacia las ocho de la tarde, cuando aún no se definía el desenlace de aquel fuego cruzado, decidí dirigirme al local de las JSU para informar de lo que había presenciado y recibir instrucciones. Del desarrollo posterior de aquel encuentro a tiros, me enteré más tarde, a saber: que nuevos actores habían entrado a escena; ya no se trataba de sorprendidos y atemorizados espectadores y de algunos de ellos que increpaban a los soldados, sino de grupos armados con los más diferentes pertrechos: navajas, cuchillos o fusiles. Descendían por la principal calle Larios y las adyacentes a la Catedral para aproximarse a la Aduana y hostilizar a los sublevados. Horas más tarde, al no contar estos con el apoyo de los carabineros del Cuartel de la Parra y sentirse aislados por todas partes, la compañía emprendió la retirada al cuartel del que había salido.
Por mi parte, yo me había dirigido aquella tarde –la del 18- al local de las JSU, donde ya estaba un nutrido grupo de militantes a los que informé de lo que había presenciado. Allí mismo el Comité Local de las JSU se puso en contacto con los comités del PSOE, del Partido Comunista y de los anarquistas de la FAI para hacer frente a la sublevación. No se disponía en aquel momento de más armes que las navajas y pistolas de que disponían algunos, aunque poco más tarde se contó con las que se extrajeron de las armerías asaltadas. Yo disponía de una pistola Astra, de las dos que tenía mi padre en casa y que llevaba conmigo, sin que él lo supiera, desde los días de los atentados de los pistoleros falangistas contra compañeros nuestros.
El Comité Local de las JSU decidió que los militantes allí presentes se dividieran en dos grupos: uno que se incorporaría a los que, cerca de la Aduana, hostilizaban a la compañía que pretendía sitiarla, y que, como dijimos, acabó retirándose a su cuartel. Y otro, que se dirigiría a la Plaza de la Constitución, donde había surgido otro foco rebelde constituido por una sección de ametralladoras que se había instalado desafiante allí. A mí me tocó formar parte de este grupo, lo que acepté gustoso para calmar una íntima inquietud. Resultaba que en la Plaza vivía, con su familia –los Rebolledo-, Aurora, de la que yo estaba secreta y profundamente enamorado. Mi inquietud se aplacó al llegar allí, pues en seguida pude darme cuenta de que Aurora no podía estar en casa, ya que los edificios cercanos a ella estaban en llamas. Y es que otros jóvenes socialistas que nos habían precedido, ante la opción suicida de enfrentarse sin armas a los soldados que les apuntaban con sus ametralladoras, habían prendido fuego a los comercios de la Plaza, cerrados a aquellas horas. Impresionados por las furiosas llamas, y sensibles a los seductores llamamientos que les hacíamos para que abandonaran a sus oficiales, así lo hicieron y éstos, al verse solos, tuvieron que rendirse.
Ya tranquila la Plaza, nos quedamos allí toda la noche. Las llamas no se apagaban y pronto se extendieron, atizadas por otros grupos, a los edificios más emblemáticos de la adyacente calle Larios.”
“El estallido de la sublevación militar el 18 de julio de 1936, precedido días antes por el levantamiento de la guarnición de Marruecos, no fue ninguna sorpresa. Todo el mundo lo esperaba, excepto el Jefe del Gobierno republicano. En Málaga, como en otras ciudades, los militantes de diversas fuerzas políticas y sindicales, entre ellas las Juventudes Socialistas Unificadas, a las que yo pertenecía, llevaban concentrados varios días en sus respectivos locales, dispuestos a entrar en acción. Y si estaban en la calle o en casa, debían acudir inmediatamente a ellos con la misma disposición. Ahora bien, no obstante los ominosos avisos de que la sublevación era inevitable, nuestro ánimo estaba firme e incluso confiado. Creíamos que se trataría de un pronunciamiento militar clásico: uno más de los muchos de nuestra historia contemporánea.
La noche del 16 la pasé en vela en el local de nuestra organización juvenil. De los concentrados de aquella noche recuerdo los nombres de Eduardo Muñoz Zafra, Luis Abollado y Manuel Medina Chaparro. Al día siguiente –el 17- llegó la noticia de que la guarnición de Marruecos se había sublevado y pronto se extendió el rumor de que unidades del Tercio y regulares iban a desembarcar de un momento a otro. Pero nada de esto quebrantaría nuestro ánimo, pues estábamos entonces seguros de que nuestra ciudad –“Málaga la Roja” como entonces la llamábamos- respondería con su probado espíritu combativo al ataque marroquí. Ahora bien, la amenaza fundamental estaba en la Península y, para nosotros, en Málaga, donde todavía la guarnición militar no mostraba sus cartas. Pero, como las de otras ciudades, no tardaría en mostrarlas un día después, el 18 de julio. En efecto, una compañía salió del Cuartel de Capuchinos para proclamar el estado de guerra. Del Cuartel se dirigió, recorriendo varias calles, a la Alameda Central.
Esa tarde, era sábado, yo me encontraba en mi casa de la Alameda de Colón descansando de la tensión de las dos noches en vela, pero no estaba inactivo. Recuerdo que me hallaba embebido en la lectura de Tirano Banderas de Valle-Inclán. De pronto sonaron unos secos disparos que pusieron fin a mi lectura. Como un resorte me levanté, y sin poder calmar las voces angustiadas de mi hermana –mi padre no estaba allí en aquellos momentos- me lancé a la calle para localizar de dónde procedían los disparos, temiendo que fuera la señal del comienzo de lo que esperábamos. A los ocho o diez minutos de caminar a grandes zancadas mis temores se confirmaron. Al llegar a la Alameda Central, pude comprobar que los disparos provenían de una compañía que marchaba con el Capitán Huelin, bien conocido en la ciudad por sus simpatías falangistas, al frente. Los soldados disparaban al aire para impresionar a los sorprendidos transeúntes. Al pasar frente a ellos, dejaban una estela de confusión, pues voces interesadas hacían correr el rumor de que los militares eran leales a la República y que se dirigían al puerto para embarcar a Marruecos y sofocar la sublevación. Algunos inocentes que lo creyeron prorrumpieron en vítores a la República y otros, más inocentes aún, los saludaron con el puño en alto. Pero, pronto se aclaró todo, al virar la compañía no hacia la entrada del puerto, sino hacia el edificio de la Aduana, donde residía el Gobierno Civil.
Seguí a los soldados a prudente distancia con un grupo de jóvenes y obreros que se había incorporado a los espectadores y que pronto empezó a increpar a los sublevados, pues ahora sí estaban claras sus intenciones. En efecto se detuvieron cerca de la Aduana, que estaba protegida por Guardias de Asalto fieles al Gobierno civil. Estos descargaron sus fusiles y ametralladoras contra los sublevados y así se inició un duelo de disparos que habría de prolongarse varias horas. Previamente, como supe más tarde, los rebeldes habían intentado, sin conseguirlo, que el núcleo del cuerpo de carabineros del Cuartel de la Parra, a la entrada del muelle, y del que –como oficial- formaba parte mi padre, se sumara a la sublevación.
Hacia las ocho de la tarde, cuando aún no se definía el desenlace de aquel fuego cruzado, decidí dirigirme al local de las JSU para informar de lo que había presenciado y recibir instrucciones. Del desarrollo posterior de aquel encuentro a tiros, me enteré más tarde, a saber: que nuevos actores habían entrado a escena; ya no se trataba de sorprendidos y atemorizados espectadores y de algunos de ellos que increpaban a los soldados, sino de grupos armados con los más diferentes pertrechos: navajas, cuchillos o fusiles. Descendían por la principal calle Larios y las adyacentes a la Catedral para aproximarse a la Aduana y hostilizar a los sublevados. Horas más tarde, al no contar estos con el apoyo de los carabineros del Cuartel de la Parra y sentirse aislados por todas partes, la compañía emprendió la retirada al cuartel del que había salido.
Por mi parte, yo me había dirigido aquella tarde –la del 18- al local de las JSU, donde ya estaba un nutrido grupo de militantes a los que informé de lo que había presenciado. Allí mismo el Comité Local de las JSU se puso en contacto con los comités del PSOE, del Partido Comunista y de los anarquistas de la FAI para hacer frente a la sublevación. No se disponía en aquel momento de más armes que las navajas y pistolas de que disponían algunos, aunque poco más tarde se contó con las que se extrajeron de las armerías asaltadas. Yo disponía de una pistola Astra, de las dos que tenía mi padre en casa y que llevaba conmigo, sin que él lo supiera, desde los días de los atentados de los pistoleros falangistas contra compañeros nuestros.
El Comité Local de las JSU decidió que los militantes allí presentes se dividieran en dos grupos: uno que se incorporaría a los que, cerca de la Aduana, hostilizaban a la compañía que pretendía sitiarla, y que, como dijimos, acabó retirándose a su cuartel. Y otro, que se dirigiría a la Plaza de la Constitución, donde había surgido otro foco rebelde constituido por una sección de ametralladoras que se había instalado desafiante allí. A mí me tocó formar parte de este grupo, lo que acepté gustoso para calmar una íntima inquietud. Resultaba que en la Plaza vivía, con su familia –los Rebolledo-, Aurora, de la que yo estaba secreta y profundamente enamorado. Mi inquietud se aplacó al llegar allí, pues en seguida pude darme cuenta de que Aurora no podía estar en casa, ya que los edificios cercanos a ella estaban en llamas. Y es que otros jóvenes socialistas que nos habían precedido, ante la opción suicida de enfrentarse sin armas a los soldados que les apuntaban con sus ametralladoras, habían prendido fuego a los comercios de la Plaza, cerrados a aquellas horas. Impresionados por las furiosas llamas, y sensibles a los seductores llamamientos que les hacíamos para que abandonaran a sus oficiales, así lo hicieron y éstos, al verse solos, tuvieron que rendirse.
Ya tranquila la Plaza, nos quedamos allí toda la noche. Las llamas no se apagaban y pronto se extendieron, atizadas por otros grupos, a los edificios más emblemáticos de la adyacente calle Larios.”
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