El
crecimiento de la extrema derecha se basa, a mi juicio, en la promesa de
seguridad que ofrecen a los sectores desprotegidos de una sociedad. Es así como
estos proyectos clasistas y xenófobos han conseguido atraer no sólo a la clase
trabajadora, perdedora directa de la globalización, sino también a las auto
percibidas clases medias, víctimas adicionales de la globalización y la crisis.
Desde
el punto de vista teórico, esto es coherente. El avance del libre mercado como
criterio rector de la sociedad, cuestión en la que la globalización neoliberal
es ejemplo paradigmático, conlleva el salto al vacío de sectores sociales
otrora protegidos por las políticas públicas. Es lógico que estos sectores
busquen en la política, pero también fuera de la misma, su propia seguridad. Y
he aquí la verdadera disputa de nuestro tiempo, a saber, la de qué proyecto
político será capaz de articular propuestas de seguridad no basadas en las
posiciones de la extrema derecha sino en los valores y principios de la
izquierda. O, por decirlo de otro modo, qué proyecto político será capaz de
crear una alternativa creíble que proporcione seguridad, entendida en su
concepción civil y no militar, a la clase trabajadora y, por ende, a la mayoría
de la población. La pregunta es obvia: ¿cómo hacerlo?
Buscando
entender lo que sucede en nuestro propio país, que no ha sufrido aún la
irrupción de una fuerza explícitamente de extrema derecha, no podemos pasar por
alto una experiencia tan significativa como fue la del movimiento 15M. Este
movimiento fue un fenómeno heterogéneo y espontáneo producto más de la
indignación y frustración que de la conciencia de clase. Una indignación que,
sin embargo, se elevó contra las consecuencias de la crisis económica y del
modelo de sociedad. Parece obvio, sin crisis económica no hubiera existido el
15M. Pero este movimiento, a su vez, permitió canalizar la frustración y rabia
de la gente en una dirección de izquierdas, gracias al esfuerzo de mucha gente
por explicar la crisis desde esta perspectiva, y evitó que dichas emociones se
cebaran con sectores aún más desprotegidos como son, por ejemplo, los
inmigrantes.
Hay
quien ha defendido que el fenómeno 15M estaba totalmente desconectado de las
reivindicaciones históricas de la izquierda y que era, en suma, un producto
nuevo de la historia. A mí no me lo parece. Más bien es precisamente en la
crítica al sistema que da origen a la crisis donde encontramos el nexo entre el
15M y el movimiento obrero. El objeto de sus críticas es el mismo, si bien con
distintos grados de conciencia y profundidad. Por esa razón los nuevos
indignados del 15M se veían reflejados y representados en las palabras de
algunos dirigentes de la izquierda tradicional como, por ejemplo, Xosé Manuel
Beiras o Julio Anguita.
La
pregunta sería la siguiente: ¿por qué estos activistas no se sentían reflejados
en todos los dirigentes del movimiento obrero? Respondiendo a esta pregunta,
que se encuentra en la encrucijada del problema actual, Pablo Iglesias esbozó
recientemente su hipótesis principal: «lo fundamental es que suena diferente,
suena duro». Aquí hay una posibilidad de interpretarlo como estilo estético,
cosa que a mi juicio sería un error. Es decir, la afirmación puede ser correcta
siempre y cuando no se refiera exclusivamente a la forma-estética de articular
un discurso. Lo acertado es, más bien, interpretar «diferente» y «duro» en
términos de contenido político.
Expliquémoslo.
Lo que la indignación del 15M refleja es una crítica difusa y poco consciente
al sistema, entendido casi de un modo holístico (abarcando desde lo económico
hasta lo político). Pero es evidente que detrás de esa indignación se
encuentran hondas quejas sobre las condiciones materiales de vida, tanto de la
clase trabajadora más popular (y más despolitizada) como de la autopercibida
clase media que sufre el desvanecimiento de sus sueños de pequeña burguesía. Y
ello se concreta en las tasas de desempleo, los recortes en los servicios
públicos, el fracaso del ascensor social, las nulas expectativas de futuro,
etc. Todo ello son manifestaciones concretas de la crisis del sistema económico
capitalista y de la gestión neoliberal de la misma. Pues bien, esa difusa y
poco concreta indignación ha conectado mucho mejor con los mensajes políticos
que impugnaban el sistema político y económico y que, además, lo hacían
mediante discursos entendibles por la gran masa. Una combinación de contenido
duro/rupturista con un discurso claro/entendible. Es el caso paradigmático de
Xosé Manuel Beiras y Julio Anguita, pero no sólo. Con lo que no podía casar
bien es con los mensajes o actores políticos que se asociaban de forma directa
con el sistema mismo o cuya crítica impugnatoria del sistema era débil o poco
creíble.
Entonces,
sonar duro quiere decir ir a la raíz del problema en términos de contenido –lo
que no impide un acompañamiento de discurso que también sea duro en términos de
estilo. Y sonar diferente quiere decir impugnar el sistema, hablar de un modo
distinto al que hablan los que defienden el sistema –aquí, de nuevo, tanto de
contenido como de estilo. Ambas cosas van asociadas, naturalmente, a la tríada
de ruptura democrática, proceso constituyente y proyecto socialista, aunque
luego cristalicen en discursos pedagógicos y hábiles que permitan vadear los
prejuicios construidos por la ideología dominante.
Pero,
¿por qué unos dirigentes del movimiento obrero sonaban duro y diferentes y
otros no, esto es, sonaban suave y más de lo mismo ? A mi juicio la respuesta
está en una deriva política que capturó a muchos de ellos: la
institucionalización, es decir, el quedar atrapado en la lógica institucional a
todos los efectos. Ello tiene implicaciones políticas, como veremos enseguida,
pero también implicaciones operativas –el despliegue de recursos de tiempo,
energía y personas en las instituciones supone un enorme coste de oportunidad .
Ese, y no otro, ha sido el principal problema de la izquierda tradicional con
la que no se identificaba el 15M . Sólo que con un agravante, que fue el hecho
de que esa institucionalización fuese no una consecuencia incontrolada sino una
firme apuesta ideológica. Podemos rastrear ese hito en la transición, hasta
llegar a la famosa frase de Carrillo en el Congreso, en 1978, según la cual «se
trata de una constitución –y por eso vale para todos- con la cual sería posible
realizar transformaciones socialistas en nuestro país».
El
principal problema de la institucionalización es político, y es que parte de la
asunción de que el instrumento prioritario para transformar la sociedad es el
ámbito jurídico/legal. Esto supone ignorar el contexto internacional de la
globalización neoliberal -que reserva al Estado-Nación un papel subalterno-
pero sobre todo ignorar la naturaleza del Estado, que como relación social es
la condensación de la correlación de fuerzas en toda la sociedad. Una
correlación de fuerzas que, sobre todo, se constituye fuera de las instituciones
legales. Antes de desarrollar esto, cabe decir que es natural que si uno asume
esa hipótesis sobre la institucionalización acabe absorbido por la lógica
parlamentaria y por su consecuente competición por los votos desde una
perspectiva crecientemente atrapalotodo. Las instituciones normalizan y es
natural que crezcan las tendencias a parecerse a los partidos tradicionales. El
estrecho margen que abre la institucionalización conduce, necesariamente, a ese
destino.
Ahora
bien, no se trata de negar el papel transformador que puedan jugar las
instituciones dentro de una estrategia más amplia, pero convendría entender que
los resultados electorales –como una expresión institucional- son
fundamentalmente el resultado de procesos que se dan más allá de las
instituciones. Es a eso a lo que nos referíamos con la idea de la correlación
de fuerzas en la sociedad. Es en la vida cotidiana y, sobre todo, en el
conflicto, donde se genera la subjetividad o conciencia de clase que permite
sumar fuerzas para ganar elecciones y para transformar la sociedad. Y es verdad
que la vida cotidiana se ve afectada también por las decisiones
institucionales, de ahí que reconozcamos su papel transformador, pero sobre
todo por vivencias que van más allá del sistema político en sí.
Aquí
es donde podemos recuperar una de las correctas afirmaciones de Pablo Iglesias
que, a mi juicio, es muy necesaria: «la clave es politizar el dolor». Como
decía, es en el conflicto social (sea un desahucio, un ERE o los recortes en
sanidad y pensiones) donde emergen las contradicciones más agudas entre el
sistema económico y la vida misma, y es precisamente ahí donde pueden surgir
nuevas subjetividades, es decir, nuevas concepciones del mundo y nuevos
comportamientos electorales. El punto central aquí es entender qué significa
politizar. Ya sabemos que la gente tiene dolor, como consecuencia del
conflicto. Ahora bien, politizar puede entenderse como el desplazamiento de ese
dolor al terreno institucional, como cuando el partido opera como simple denunciante
o incluso en tanto que, permítaseme el comentario, abogado defensor. O podría
interpretarse politizar como el proceso por el cual el dolor, que es primario,
se convierte en compromiso político, es decir, que asciende hasta la conciencia
completa del fenómeno que causa el dolor. A mi juicio, esta última
interpretación sería la correcta mientras que la primera sería caer en un error
de institucionalización.
En
definitiva, a mi no me parece suficiente ser altavoz de las denuncias surgidas
en los conflictos sino que hemos de ser intelectual orgánico para explicar las
causas últimas de esos conflictos. Es decir, no se trata sólo de trasladar lo
que sucede en la calle al parlamento –que es, de por sí, un avance- sino de ir
más allá y, además de ser el conflicto mismo, ser capaces de explicar a los
afectados y al resto de la clase trabajadora que detrás del fenómeno del
conflicto hay una interrelación compleja de causas y responsables que tienen
que ver con el sistema económico capitalista y con su cristalización política
en los partidos del régimen.
De
ahí que nosotros demos extraordinaria importancia a la formación ideológica,
algo abandonado por la izquierda tradicional (entre otras cosas porque para las
fuerzas institucionalizadas la formación no es necesaria), pues entendemos que
necesitamos militantes y dirigentes capaces de explicar los conflictos
sociales. Esto está vinculado al tipo de organización, en tanto que una fuerza
institucionalizada no sólo no necesita la formación ideológica sino que además
genera dudosos incentivos para disputarse los puestos de representación
pública, haciendo caer a la organización en el faccionalismo e incrementando
sus tendencias oligárquicas.
Obsérvese
que en nuestro país ya hemos presenciado ejemplos de estas prácticas. La
Plataforma de Afectados por la Hipoteca, por ejemplo, no es sólo la
autoorganización de las víctimas de los desahucios y las estafas hipotecarias.
Más bien es un proyecto de defensa popular que ha contado con dirigentes que
han sabido ser conflicto y al mismo tiempo explicar sus causas de tal forma que
la rabia de la víctima se elevaba a compromiso político –aunque este compromiso
no fuese estrictamente socialista.
Finalmente,
el punto de fuga de todas estas reflexiones nos conduce a la cuestión
verdaderamente central: el proyecto político o proyecto de país. Sin un
proyecto de país, que es fundamentalmente contenido político, no hay nada que
transmitir en el conflicto ni nada que transmitir tampoco en las instituciones.
Sin un proyecto de este tipo todos estos debates son estériles. Incluso podríamos
haber aceptado que las instituciones son altavoces y que la clave está ahí
fuera, pero sin un proyecto de país que defender no hay coherencia ni
estrategia posible.
Así,
mientras la extrema derecha está ofreciendo una respuesta a las condiciones materiales
de vida de la clase trabajadora, y desgraciadamente con notable éxito, la
izquierda anda entretenida en discusiones escolásticas sobre instrumentos y
estrategias que provocan que la clase trabajadora y el conjunto de la sociedad
no esté entendiendo qué se les ofrece (más allá, en el mejor de los casos, de
canalizar su rabia; por supuesto, efímera sensación).
En
este punto, una advertencia. La mejor forma de repetir los errores de la
izquierda tradicional con la que no se identificaba el 15M es deslizarse a
través de la estrategia de eso que se ha convenido en llamar populismo de
izquierdas, y que tanto comparte con la práctica política carrillista. Ambas
estrategias son esencialmente tacticistas, aunque por diferentes razones. La
primera porque es alérgica a la definición y navega en un mundo de
significantes vacíos que se moldean a gusto del consumidor -aunque el empacho
es ya notable- y por lo tanto es incapaz de definir un proyecto político en
positivo. La segunda porque emplea un pragmatismo mal entendido que le lleva a
ceder todas sus posiciones a cambio de mínimos –pero comodísimos- espacios de
institucionalización. Ninguna de estas estrategias comparte los rasgos que
hemos descrito aquí como necesarios.
Por
el contrario, a mi juicio, la clave de afrontar victoriosamente nuestros retos
puede reducirse a los siguientes elementos: proyecto político y conflicto
social. Si somos capaces de entender que la máxima anguitista debe ser reformulada, para evitar malinterpretaciones,
desde «programa, programa, programa» a «proyecto, proyecto, proyecto» entonces
estaremos en condiciones de poner en lo más alto aquello que más importa, es
decir, el contenido político que ofrece soluciones concretas a la vida de la
clase trabajadora y del pueblo en su conjunto. Eso implica, obviamente, definir
y hablar claro; sonar duro y diferente. Y con ese proyecto en la mano, hemos de
ser y estar en el conflicto, explicando y haciendo proselitismo para una causa
que merece la pena. Yo la llamo socialismo, pero estoy dispuesto a discutir el
nombre a condición de que haya praxis.
Alberto Garzón Espinosa
- Coordinador Federal de IU y diputado de Unidos Podemos
http://www.eldiario.es/tribunaabierta/retos_6_562103793.html
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